La baja zen

Los dos meses que quedan hasta que Isabel cumpla su primer año, me los voy a pasar de baja de paternidad para que la canadiense pueda volver un poco antes al trabajo. Desde el martes, somos la casa, Isabel y yo. Cada día Charlotte, que lleva diez meses haciendo esto mismo, me pregunta ¿qué tal todo? Y cada día la sorprendo y me sorprendo diciendo que muy bien. Con la boca pequeña, pero muy bien a fin de cuentas.

Del pañal al desayuno. De los juguetes por el salón a la siesta. De recoger una comida a casi tener que ponerte a preparar la siguiente. De no encontrar ni el tiempo ni las ganas para hacerte luego algo para ti. Pensar que soy yo el que tiene el control de esta casa es una mala resaca. Media hora le basta a la niña para encontrar no menos de una docena de lesiones de gravedad en potencia. Hay que vestirse para bajar al parque que si no se nos hace de noche ya. Es lo que es. Ni un descubrimiento, ni una heroicidad. Si caigo en la tentación de ponerme un pin por cambiar pañales a lo Pablo Iglesias, venid y abofeteadme, por favor.

Cansado e inacabable, sí, y por momentos placentero también. Un placer casi zen. Termino una tarea para ponerme con la siguiente. Irrelevantes, indiferentes, insignificantes. Nadie escribirá sobre mí por haber etiquetado todos los tuppers con lo que hay dentro y el día que lo cocinamos. Terminar el día para poder empezar el siguiente. Criar a una hija no era más que tener la casa ordenada para que ella vaya haciéndose cargo de todo lo demás.

Miko

Hay algo bastante satisfactorio en cruzar media ciudad para ir a comer sushi y sentarte a la mesa sin problema mientras que la cola que veías al llegar resulte ser la del local de al lado. Miko es un restaurante de sushi con aire de taberna que da muy bien de comer de la forma que sólo una pareja de inmigrantes japoneses en Vancouver podría hacerlo: con el dueño cortando pescado detrás de la barra, grandes botellas de sake llenando las estanterías y la pared literalmente empapelada de firmas de jugadores profesionales de hockey sobre hielo.

El espacio lo preside una camiseta que no es ni de los Canucks, el equipo de la ciudad, acompañada de una retahíla de hojas de papel, una por cada uno de los equipos que han dejado sus autógrafos para inmortalizar la visita. En estas firmas vemos a los Oilers, los Hurricanes o los Blackhawcks creando un ritual del equipo visitante, en el que los tíos que más miedo dan de la ciudad de turno, acaban llenando este localcito no solo en número, sino en volumen. Una pequeña barra de sushi llena de jugadores de hockey que no caben por la puerta puede ser una de las imágenes que mejor capturan cómo se vive en esta ciudad.

Le contaba a un amigo hace unos días que habíamos llevado a Isabel a su primer Dim Sum «tradicional» de Vancouver. Ese entrecomillado bien podría haberlo puesto Schrödinger. Las comillas hay que ponerlas porque el Dim Sum, en origen, es una especie de brunch de la comida china. Pero si hablamos de Vancouver, no es ningún disparate pensar en quitárselas. La inmigración procedente de China en particular y del este de Asia en general, define tanto la identidad de esta ciudad que cuando le preguntas a un vancuverita qué hacer en su ciudad, el Dim Sum o el sushi va a estar en sus primeras tres sugerencias. De Dim Sum habla Seth Rogen con David Chang en el documental que tienen en Netflix sobre esta ciudad y Dim Sum fue esa primera salida para impresionar al recién llegado donde me llevó la familia de Charlotte en la primera navidad que pasé aquí.

Vancouver vive donde se encuentran Canadá y el pacífico. Donde una familia de las praderas usa la comida china para agasajar a un europeo y donde los jugadores de hockey empiezan la recuperación post partido haciendo convirtiendo ir a comer sushi en su pequeña tradición.

Diseñar un tren

Esta mañana me he levantado para encontrarme a Revilla, el presidente de Cantabria, cabreadísimo en Antena 3 por la que le han liado con los trenes esos. Reconozco que esta anestesia matutina mientras me tomo el café es todo lo que me da últimamente para seguir la actualidad de España (De la de Reino Unido, tampoco me preguntéis). De lo que he podido entender entre el minuto que he tardado en desconectar, y lo que me ha llegado por Twitter estos días, me queda lo siguiente.

  1. Se encargaron unos trenes nuevos para Asturias y Cantabria
  2. Estos trenes vienen con dos años de retraso porque alguien se dio cuenta de que, por un fallo en las medidas, se estaban diseñando unos trenes demasiado grandes para algunos de los túneles por los que tendrían que pasar.
  3. Ha dicho la ministra que no hay que preocuparse. Que sí, que van dos años tarde pero que aquí no va a haber sobrecostes porque el error se ha detectado en la fase de diseño y los trenes no se habían empezado a construir todavía.

Suponiendo que lo que dice la ministra sea verdad, la pregunta que me queda ahora es ¿cómo nos quedamos los que nos hacemos llamar “diseñadores” con esa última afirmación? Porque yo ahí lo que leo no es ya que el trabajo de diseño no valga nada, sino que es puro éter. Estos dos años se los ha llevado el viento. Nadie hizo los diseños erróneos ni nadie está haciendo los correctos. Alguien le dio al botón en el Figma de trenes y cuando despertó el tren todavía estaba ahí. A nadie hubo que ocupar y a nadie hubo que pagar. Suponiendo que la ministra diga la verdad, claro.

A ver, que yo soy el primero que prefiere pillar un error en diseño que en producción y lo único que he diseñado en mi vida son, básicamente, rectángulos de colores. Quiero decir, que si un error mío llega a producción, mañana se puede lanzar una actualización y aquí paz y después gloria. Por mucho que en producto digital nos guste compararnos con arquitectos, ingenieros civiles e industriales, la palabra “diseñar” en su caso tiene otro peso. Mientras nosotros podemos debatir si el pixel perfect merece la pena, ellos tienen que diseñar en toneladas de hormigón, metros de cimentación, puntos de soldadura y líneas de producción… perfect.

Cuando tengo el día exagerado, digo que si se diseñasen coches como diseñamos producto digital, abriríamos el vectorial del interior del coche, borraríamos el pedal del embrague y la palanca de cambios, prepararíamos una presentación hablando de ergonomía y de que sólo tenemos dos pies y el resto… pues que se encarguen los ingenieros de la solución técnica. Para la ministra supongo que esto ya sería muchísimo más de lo que ella se imagina que es “diseñar”.

¿Que hubiese sido gordísima si el error llega hasta la fase de fabricación? Totalmente de acuerdo. Pero qué buena oportunidad estamos dejando pasar para señalar el valor del diseño cuando una ministra puede despachar dos años de trabajo (no sabemos de cuántas personas) como algo sin coste porque se trataba de la fase de diseño.

También os digo que para cuando he salido de mi nube, Revilla ya estaba opinando de lo caro que está el pescado, así que supongo que tan preocupado no estaría ni por los trenes ni por esos diseñadores.

Otro Londres

Existe un Londres distinto del que me habían contado. Un Londres sin prisa, que espera su turno y que coge el ascensor. Un Londres que hasta ayer hubiera afirmado que no existía. “No se ven muchas familias con niños en Londres. Tiene que ser difícil vivir aquí con un bebé”, es una de esas observaciones de muy viajado que habré repetido hasta el hartazgo.

Ayer fue nuestra primera salida en metro con Isabel y al llegar a Green Park ya estábamos en ese otro Londres. Uno en el que no importa la prisa que tengas, que si hay una familia delante tuyo no tienes espacio en el andén para “adelantar” con un carrito. En el que toda esa gente que no está esperando o empujando a nadie, ya abarrota la escalera mecánica mientras nosotros seguimos hasta el final del andén. En el que el padre de esta familia con la que compartes ascensor reconoce a una njña de seis semanas y no sólo está dispuesto a hablar con unos desconocidos sino que nos da la enhorabuena. Como si fuésemos líquidos con densidades diferentes, flotamos en dos capas la gente con prisa y aquellos que ya no podemos hacer planes con nuestro propio tiempo.

Salimos de casa primerizos y orgullosos de habernos atrevido a salir a ver una exposición. De seguir queriendo hacer las cosas de antes incluso llevando a una niña a cuestas. Ni la calle, ni el metro, ni el museo, ni la exposición, ni la comida, ni los cafés, ni el autobús eran los de antes. Volvimos por la noche intentando hilar el caos de la ciudad con el hambre y el sueño de Isabel. Este otro Londres lento, tranquilo, por turnos, nos dejó en unas horas agotados pero felices. Habiendo aprendido mucho para la próxima y aun así seguros de que seguimos sin tener ni idea de nada.

Diminutivos

Explicarle los diminutivos a Charlotte me ha obligado a pensar un rato sobre cómo funciona el español. El primer paso es hablar del tamaño de las cosas a las que aplicamos el diminutivo. Si en vez de pedir “un poco” más de pasta pido “un poquito”, sería una forma de pedir menos que un poco. Palomitas de maíz, carritos de la compra y mesitas de noche son ejemplos del diminutivo hablando del tamaño de algo. Sin embargo, también pasa que cuando alguien pide “un cafetito” lo hace sin ninguna intención de recibir menos café que el resto de la gente.

Cuando vamos a España, Charlotte se sorprende de lo poco que usamos todos los “Please”, “Thank you” and “You’re welcome” que puntúan casi cualquier interacción social en el mundo anglosajón. No solo es eso, sino que si empezase a usarlos con la misma frecuencia, pronto empezaría sonar un poco cargante. En español reemplazamos muchos de estos signos de cortesía con el tono amable que da un diminutivo.

Pasa parecido a todos esos Juanitos, Carlitos y Carmencitas que lo siguen siendo a pesar de ser ya adultos hechos y derechos. Reconocemos muchos de estos términos como surgidos en un contexto cercano (puede ser tu familia, tus amigos o tu equipo de rugby), que sin embargo se quedan ahí con los años como señal de cariño, de aprecio y, sobre todo, de cercanía. Puedo llamar por un diminutivo a alguien que es un buen amigo mío de la misma forma que no debería hacerlo con quien no tengo la suficiente confianza.

Estos últimos diminutivos son los que terminan de descolocarme la explicación. Un diminutivo usado a destiempo no tiene nada de cariñoso, sino que puede provocar todo lo contrario. Aprender a manejar los diminutivos (en el contexto del español como lengua extranjera) tiene tanto de saber cuándo usarlo como de cuándo no.

Al final, la mejor explicación que he podido darle es precisamente esa, que el diminutivo no dice tanto de la cosa a la que se lo aplicamos como de quién se la está aplicando. Es como una especie de signo de puntuación que señala que una palabra viene con el sentimiento que nos provoca aquello a lo que se lo aplicamos; da igual que sea positivo o negativo.

Dicho de otro modo, este post podía haber sido un enlace a la Wikipedia:

Los diminutivos son afijos derivativos que modifican el significado de una palabra, generalmente un sustantivo, típicamente para dar un matiz de tamaño pequeño o de poca importancia,​ o bien como expresión de cariño o afecto. En ocasiones pueden tener un sentido despectivo, según el contexto.

Diminutivo. En Wikipedia

Enlaces

Sobre ética y diseño

Hablando esta mañana por Twitter con Jorge Fragua a raíz de su última publicación en Mucho Texto, una newsletter que no puedo recomendar lo suficiente, me ha acabado enviando un enlace a otro artículo titulado Just Playing (1) – La imposibilidad moral del diseño como agente social. Tras haberlo releído unas cuantas veces reconozco que me faltan lecturas para coger al vuelo muchas de sus referencias pero eso no me va a impedir sumarme a la conversación porque creo que está lleno de ideas que merecen ser abordadas una por una. Estoy aproximando algunos conceptos y soy consciente de que puedo estar pegando alguna patada. Precisamente lo dejo aquí escrito para que podamos comentar, revisar, corregir y ampliar, y que quede todo el proceso por escrito. Sé que hay matices entre moral y ética pero esa «moral del diseño» me ha llevado a pensar sobre la «ética del diseño» que por lo menos antes de la pandemia y en el ámbito de lo digital tuvo un momento de mucha fuerza (¿O sería más bien moda?).

Antes de tirarme con la idea de ética, necesito por lo menos encajar la de «diseño». Definir lo que entiendo al usar la palabra «diseño» es algo con lo que me quiero poner algún día, pero que daría para mucho más de lo que me podéis aguantar hoy. De momento lo voy a hacer limitándome al diseño entendido como la actividad de diseñar. Dejo para otro rato el diseño como el resultado de ese trabajo de diseñar y el diseño para referirnos a las características del objeto diseñado.

  1. Diseño es un concepto que aplicamos a muchas actividades. Se diseña un libro, un logo, un vestido, el interior de un edificio, el propio edificio y la estructura de un puente. Aunque el diseño gráfico ha sido mi auténtica pasión desde que empecé Publicidad, la primera clase universitaria de diseño a la que asistí fue de «Diseño de bases de datos» en Informática. Todos estos diseños requieren habilidades muy dispares pero de alguna forma puedo reconocer entre ellos algo en común.
  2. A su vez, creo que estamos aplicando el término «diseño» a actividades que no lo son. Hay determinados casos de éxito que hace diez años se encontraban en libros de marketing o de escuela de negocios, que de repente empiezan a presentarse con un «Diseño de» como si de un título nobiliario se tratara. Por más que me esfuerce no consigo reconocer muchos de éstos como una actividad que se corresponda con ese diseño amplio y diverso del que hablaba en el punto anterior.
  3. Con esto en cuenta, y de forma muy general, lo que entiendo es que el diseño se está produciendo como un paso intermedio entre la intención de hacer algo y la ejecución práctica de ese algo en el que se decide, por lo menos, la forma (en un sentido amplio) que ese algo va a tener. Es decir, entre la intención de construir el puente y la primera piedra de dicho puente hace falta un proceso de diseño. Entre la intención de publicar un libro (vamos a suponer que ya está escrito para simplificar) y la tirada de los miles de ejemplares que corresponda, hace falta un proceso de diseño.

En este contexto, y aquí es donde entra la ética me surge la pregunta de si tiene algún sentido hablar de una «ética del diseño». Es decir, al diseño le llega un encargo que refleja una serie de intenciones que quien sea que pague el diseño tenga, y su trabajo es uno de los pasos necesarios para que esas intenciones se lleven a la práctica. Aquí me pregunto si, como se argumenta con frecuencia, le corresponde al diseño un puesto privilegiado a la hora de establecer un juicio moral sobre dicha intención. Mi respuesta hoy sería que no.

Con esto no quiero decir que los diseñadores debamos operar al margen de cualquier juicio ético que hagamos sobre nuestro propio trabajo. Estas intenciones, o planes, o proyectos para los que diseñamos van a estar inevitablemente sometidas a dicho juicio. Como individuos no podemos no reflexionar sobre las consecuencias de nuestros propios actos. Es más, si tuviésemos dudas de carácter ético sobre nuestro propio trabajo, sería más que legítimo actuar sobre ellas, desde renunciar al proyecto hasta tratar de influir y llevarlo en otra dirección. Pero creo que en dicho caso estaríamos operando en el terreno de la ética, no del diseño, ni mucho menos de la ética del diseño.

Mi principal problema con una supuesta ética del diseño es que o bien se trata de ética «a secas» o adolece de un diseñocentrismo que no creo que esté justificado. Es decir, por un lado no creo que el rol del diseño deba añadir el juicio moral del propio proyecto a sus atribuciones como especialidad; por otro, si el diseñador quiere participar de este juicio desde dentro del proyecto no veo en su condición de diseñador nada que implique darle una voz más autorizada que la de otros miembros del proyecto. Según el ejemplo que escojamos, la cuestión de una ética del diseño puede convertirse en un sinsentido absoluto. ¿Qué pasaría si el diseñador de un libro le enviara objeciones éticas sobre el texto a su autor como parte de su trabajo de diseño? Sin embargo hay otros diseños como el industrial, la arquitectura y desde luego en el producto digital, donde esa idea nos parece no solo sugerente sino necesaria.

Nope (2022)

Tengo la sensación de que si le das este guión a todos los directores de Hollywood en activo hoy en día, 9 de cada 10 no sabrían qué hacer para llevarlo a buen puerto. Jordan Peele, en cambio, se sirve de una fotografía espectacular e impecable, y un montaje que aporta siempre el ritmo justo, para componer una película que es tan imaginativa como contenida.

En ‘Nope’ pasa lo que ves en la pantalla. ¿Cómo ha llegado eso hasta ahí? No lo sabemos. Tampoco importa. ¿Cómo funciona? ¿Qué puede hacer? Da igual. Sólo importa saber qué pasa después. El verdadero soplo de aire fresco está en no rendirse a tener que dar explicaciones y trasfondos que no aportarían mucho. La maestría reside en hacerlo con un guión que, pensado en frío, puede rozar lo ridículo en muchas ocasiones y ni una sola vez te pares como espectador a pensar en los porqués, en las exageraciones o en los agujeros que pudiera tener.

Cine para disfrutar de una noche en el cine. No digo “palomitero” por si os pensáis en Transformers o algo así pero vamos, es para comprar palomitas, una Coca Cola grande y hacer mucho ruido con la pajita, que tal y como están las salas hoy en día tampoco vais a molestar demasiado.

De ‘Get Out’ y Jordan Peele venía hablándome Charlotte casi desde que la conocí, aunque reconozco que sigo teniéndola pendiente. Nos cruzamos con ‘Us’ en Amazon Prime una noche que no sabíamos qué ver y ya resultó una sorpresa muy grata. Pero con ‘Nope’, además de lo que disfruté en el cine, salgo completamente subido al carro y sin ninguna intención de dejar pasar por alto nada más de este director.

Un par de cosas sobre la paternidad

Está claro que este blog será o el caos o la nada. Si sigo buscándole un orden, me veo dentro de un par de años volviendo a contar en Twitter que quiero escribir más, así que antes que eso prefiero abrazar el caos y escribir de lo que toque en cada momento. También es verdad que lo que toca hoy no es que toque, es que posiblemente venga a llenarme la vida de caos. Aquí lo tenéis. Esta semana hemos estado en la ecografía de las 20 semanas.

No me gusta hacer anuncios sobre mi propia vida pero tampoco respeto ninguna historia que no esté bien contada. Prefiero escribir estas líneas, por raras que se me hagan, que ahorraros el problema de raccord cuando sin previo aviso me ponga a tuitear sobre el dominio de los YOYO2 por las calles de Londres o suba alguna foto con un bebé que no esperabais.

A propósito de esto un par de cosas que me merece la pena anotar. Primero, pensar que se está formando una persona dentro de otra se me hace entre mágico y alucinante. Alucina que ocurra y la velocidad a la que lo hace. La madre de Charlotte nos decía hace unas semanas en Vancouver que era eso mismo lo que le dejaba sin palabras: «Nueve meses, y de aquí (señalándose a la barriga) ha salido otra persona». Nueve meses para que salga pero en la primera ecografía, a las 12 semanas, ya estaba prácticamente todo ahí. Un montón de células que empiezan a dividirse y a especializarse y en un puñado de semanas ya se están organizando en el tamaño de la palma de mi mano pero con todo ahí: cara, cráneo, un cerebro con sus dos hemisferios, un corazón que lleva semanas latiendo, brazos, piernas, su columna vertebral y hasta una actitud de «déjame en paz» cuando el médico intenta hacerle cambiar de posición con la sonda del ecógrafo.

Segundo, ese veneno que parece que nos pica a todos cuando nos llega la hora. Si hay algo más antiguo que el ser humano es la experiencia de criar a los hijos. Sin embargo, cuando nos toca, nada nos libra de ese espíritu que dice «esto he venido a solucionarlo yo.» Milenios tratando de resolver la cuestión de la paternidad y lo único que necesitaba este planeta es que me llegara mi turno. Lo sé, todos esos otros padres de mi entorno que creen que han dado con la clave (ilusos) me van a freír a consejos y libros y vídeos y trucos; pero en el fondo el único que se da cuenta de lo que están haciendo todos mal y piensa solucionarlo soy yo. Ya os contaré. Suerte tendréis si no me pongo a escribir un post titulado «Un par de cosas sobre la paternidad» (o algo así) comentando cualquier obviedad de la que me acabe de dar cuenta antes siquiera de ser padre.

El Poder del Perro (2021)

Escribir bien tiene tanto que ver con usar pocas palabras para decir mucho como con usar muchas palabras para decir poco. «El poder del perro» (Escrita y dirigida por Jane Campion, 2021) es un gran ejemplo de ambas a la vez. Lo hace, además, siendo un gran recordatorio de que cuando se aplica al cine, la buena escritura es mucho más que el conjunto de todas las líneas de dialogo de sus personajes.

La historia está ambientada en un rancho en Montana en plenos años 20 (los de 1900, claro). Aunque los primeros coches empiezan a robarle el puesto a los caballos, la atmósfera que se crea es la de un western de manual. Los paisajes inmensos y expanisvos, de praderas que abarcan hasta donde levanta la montaña, enmarcan una historia opresiva y agobiante, donde ningún personaje parece libre para presentarse tal y como realmente es ante los demás. Se agradece especialmente que por una vez, una producción de Netflix se resista a la tentación de explicarnos toda la historia como a niños de cinco años.

El ritmo de la narración se marca a golpe de elipsis: del momento en que una pareja se conoce saltamos a la primera vez que se sonríen y de ahí al hombre diciéndole a su hermano que ya se han casado. No hace falta más. El resto ya te lo puedes imaginar, porque Campion deja fuera todo aquello que sea irrelevante para la historia. Como espectadores nos toca trabajar para seguir la continuidad de la historia, para entender los miedos y motivaciones de cada uno y para no olvidar unas cuantas escenas, que se van dejando caer como pinceladas sueltas y que terminarán siendo recogidas con maestría.

El camino hasta el final se teje con cuidado y dejando un hueco minúsculo para que todas las piezas encajen. Un último giro en el que una sola palabra basta para que por fin caigamos no solo en qué estaba pasando sino en el quién y en el por qué. Una película grande y profunda tras la que se escondía una historia sencilla, pequeña y, sobre todo, muy bien escrita.

Cuatro litros de leche

El día 11 llegué a Vancouver como debería llegar a norteamérica cualquier buen paleto de ciudad: con ganas de ver edificios altos, luces brillantes y abrir mucho la boca sorprendido por cómo es todo aquí. Durante el camino a casa buscaba por la ventanilla en todas esas zonas residenciales que he visto en miles de películas, algo que me dijera si estaba volviendo a un lugar conocido o descubriendo algo completamente nuevo. «Las calles, las casas, los coches, la ciudad en general… es como lo que recuerdo de Estados Unidos, pero hay un aire más europeo que tampoco soy capaz de describir», respondí a uno de lo primeros «¿qué te parece?» de Charlotte, consciente de estar sonando como alguien que cree haber pagado mucho por un vino bueno y no termina de encontrar la diferencia.

Las comparaciones entre Canadá y Estados Unidos son inevitables y a la vez delicadas. Canadá es un país prácticamente igual de grande que EE.UU. pero con menos del 10% de su población, que para más inri vive casi toda ella muy cerquita de la frontera por lo hostil del continente a la que conduces un par de horas más hacia el norte. No sorprende que haya una relación muy estrecha entre ambos pues seguramente muchas de estas provincias hayan estado cerca de formar parte del mismo pais a un lado o a otro de la frontera. Sin embargo, y como es normal, no quieren que les pongamos a todos en el mismo saco: «We are not America («America» en este caso es como se refieren a EE.UU.) but we are North America.»

Una botella de cuatro litros de leche, asomando desde un frigorífico más grande que el que tengo en casa tiene la culpa de que finalmente me siente a escribir este post, pues posiblemente resuma ese punto de encuentro que iba buscando entre el año que viví al sur de la frontera y este nuevo lugar que empiezo a descubrir. Traducir del galón, que tendría esta botella en Illinois, al Sistema Internacional no es suficiente para superar el extrañamiento que supone un formato que, como casi todo en este continente, termina teniendo una talla más de lo que imaginarías como el máximo razonable. Algo tan tonto como esta botella se volvió tan familiar durante aquel año como único desde que volví a Europa, convirtiendolo en un elemento memorable que, con la cabeza todavía zumbando por el jet lag, me trajo definitivamente de vuelta.

Parece como si lo expansivo de este continente acabe definiendo algo que va más allá de una identidad y termine por configurar una estética propia. Las botellas de leche son de cuatro, el café de más de medio, las pick ups llevan un motor de más de 5 litros, con el doble de cilindros y elevando el morro casi hasta la altura de mi cabeza, y si echan deporte por la tele las camisetas tienen más tela y más número que cualquiera de su equivalente europeo. Un SUV que en Londres llama la atención acaba pareciendo tan minimalista como un jugador de la selección inglesa de rugby recien salido al campo si lo comparamos con su colega de los New England Patriots.

Aquí es grande hasta la geografía que lo acompaña. Imagínate el centro de cualquier ciudad norteamericana que hayas visitado o visto en el cine y transplantalo a un valle Suizo. Vancouver es eso pero con el Pacífico a los pies para terminar de rematarlo todo. Llevo diez días intentando hacerle fotos como hago en cualquier lugar que visito y es la primera vez que echo en falta un poco más de zoom en el iPhone para que no se pierda lo impresionante de este paisaje. Por lo menos, si no consigo capturarlo todo en fotos, que sirvan estas líneas para que os hagáis mejor una idea.